Fotografías por Meridith Kohut
Ya era tarde en la noche de un jueves de febrero de 2022 y, Marcos Cux, que acababa de cumplir 14 años, se abrigó con un overol verde engomado y una chaqueta del mismo tono que era muy grande para sus delgados hombros. Llevaba un par de botas de goma con punta de acero y dos capas de guantes, porque incluso un pequeño desgarro podía provocar una quemadura química. Mientras las demás personas de la casa dormían, una prima lo llevó a su turno de limpieza en el matadero de pollos, un complejo industrial de unos 800 metros de largo en un tramo de carretera en la Virginia rural, situado detrás de setos y una alta valla metálica. Botas de lluvia con punta de acero
La planta, administrada por Perdue Farms, procesa 1,5 millones de pollos a la semana. Cada mañana, antes del amanecer, los camiones transportan a las aves en jaulas de acero donde están tan juntas que no pueden moverse. Las gaviotas revolotean por encima, atraídas por las sobras de los contenedores. Los trabajadores cuelgan a las aves boca abajo en un matadero oscuro. Ráfagas de electricidad las aturden y la cinta transportadora pasa por sus cuellos junto a las cuchillas afiladas. Luego pasan por la sala de desplumado, donde las sumergen en agua caliente espumosa, y luego las llevan a otras máquinas que eliminan patas, cabezas y vísceras. Por último, hileras de trabajadores cortan lo que queda en las partes que serán empaquetadas.
Cuando Marcos y el resto del equipo de limpieza llegaron allí, pasada la medianoche, la planta desprendía un olor pútrido que los trabajadores a veces sentían que podían sentir en la boca. Chapoteaban entre el agua, la grasa y la sangre, que se escurría por un canal que serpentea alrededor de la planta bajo unas rejillas. Marcos recogió los trozos de pollo que dejaron los empleados de los turnos de día, trabajando deprisa porque toda la instalación tenía que estar desinfectada a las 5 a. m. Quitó las tapas del canal y empezó a utilizar una manguera a presión para rociar las máquinas con agua a una temperatura de 54 grados.
Oriundo de un pueblo de Guatemala, había llegado varios meses antes a esta pequeña ciudad de la costa este de Virginia. Antes de marcharse, su familia pasaba apuros para poder pagar la electricidad y se saltaba comidas tras la pandemia. No podían comprar la leche de fórmula para su hermana pequeña. Sus padres estaban cada vez más desesperados y sabían que, mientras que a los adultos que llegan a la frontera estadounidense se les suele devolver, a los menores que viajan solos se les permite entrar a Estados Unidos.
Esta política se remonta a una ley de 2008 destinada a proteger a los niños que, de otro modo, podrían sufrir daños en las ciudades fronterizas mexicanas. En los 15 años transcurridos desde entonces, la excepción se ha hecho ampliamente conocida en Centroamérica, donde influye en los planes de las familias desamparadas. Los padres de Marcos decidieron que iría al norte para buscar una forma de ganar dinero. Se endeudaron dando sus tierras como garantía para pagarle a un coyote —técnicamente un traficante de personas pero, en este caso, algo parecido a un agente de viajes— con el fin de que lo ayudara a llegar a Estados Unidos sin ser secuestrado ni herido. Llegó a la casa de una prima adulta en Parksley, un pueblo de 800 habitantes rodeado por la planta de Perdue y otra extensa instalación de explotación avícola de Tyson Foods.
Su prima, Antonia de Calmo, vivía con su esposo y sus cuatro hijos, hacinados en un parque de casas rodantes llamado Dreamland, pero accedió a acoger a Marcos después de que la madre de él la llamó llorando y le dijo que no tenían otra opción. La ley federal prohíbe que los menores trabajen en la limpieza de mataderos por el riesgo de lesiones. Pero con la ayuda de un compañero de la escuela que ya trabajaba en la planta, Marcos compró documentos falsos que decían que era un hombre de 20 años con otro nombre. Cuando fue contratado, los chicos constituían hasta un tercio del personal de limpieza nocturna de la planta de Perdue, según me contaron los trabajadores. El trabajo era más duro de lo que Marcos esperaba, pero también ganaba más de lo que podía imaginar: unos 100 dólares por cada turno de seis horas, más de lo que podía producir en un mes en su país.
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